Anclas que viajan contigo

Anclas que viajan contigo

viernes, 5 de agosto de 2016

Muriendo para vivir

A la enésima vez quise creer que no habría segunda parte. A la quincuagésima, una parte de mí tuvo que morir para que yo misma pudiera vivir. Me niego a la creencia de que sin esa parte yo solo vaya a ser superviviente de su naufragio. No habrá un suspiro de antesala al perdón, no habrá una caja de Pandora que guardar en soledad, haciendo de ese hueco la mayor debilidad de mi mente.

Al final aprendes Cocó, que no todos aquellos que prometieron hacer de las yemas de sus dedos algodones con los que tocarte, se librarán de cambiar a su antojo esa suavidad por puntiagudos clavos de hierro oxidado.
También se aprende, que aquello que la vida te quita suele ser mucho peor que lo que la muerte arrebata, porque con la muerte, queda la certeza del amor que dejó la persona amada, pero cuando es la vida misma quien arranca, no queda más que la aridez del desierto. Y es en pleno desierto donde la mente se agudiza y todo lo vivido adquiere una tonalidad distinta, más sincera, más real, donde se ve aquello que nunca fue visto con claridad.

Juro que jamás podría haber esperado una traición como esa, un apuñalamiento tan sanguinario después de haber estado lamiendo mis heridas horas antes. Y con cada gota de sangre que caía, un recuerdo se plasmaba ante mis ojos, aquello a lo que no diste importancia, aquello que achacaste al momento vivido, aquel gesto que nunca te inspiró confianza,

Así pues, mejor morir y matar para comenzar a vivir.

sábado, 9 de julio de 2016

Púas de acero

Me desperté empapada en sudor. El mismo sudor que los finos granitos de arena aprovecharon raudos para sellarse a mi piel, algo rojiza por el sol. El atardecer proporcionaba su fiel y eterno mensaje de que un nuevo día llegaba a su fin. Casi instintivamente me incorporé dispuesta a dar caza a cada uno de los rayos de Sol que restaban al día, poderlos guardar en mi corazón, como ya había hecho en anteriores ocasiones, siempre al ocaso, por supuesto. Has de aprender Cocó, que en los atardeceres se aprecia los detalles que el sol ciega durante el día, que el corazón abre su candado para que las heridas y los suspiros de alegría y alivio se hagan conscientes... ya que como animales racionales que somos, es lo que necesitamos.

En mi paseo por la orilla, mientras las olas jugaban a atraparme los pies y llevarme a su universo de agua y sal, comencé a pensar.

¡Qué difícil puede resultar intentar escudriñar la preocupación de aquel quien, en soledad, pretende afrontar y confrontar todos sus problemas, miedos (que por su mutismo bien podrían llamarse tabúes) y dudas!

Pero aún más difícil es el hecho de intentarlo aun cuando el individuo en cuestión proyecta sus defectos, esos que tanto hieren, como púas de acero incrustadas en un escudo ante ningún ataque. Acariciar cada una de esas púas sería fiel trabajo de todo suicida que no aprecie su vida. De todo aquel y el mío.

Dime Cocó dónde queda el orgullo herido, la ira incontenible, los segundos de odio y frustración...Cuando el corazón perdona la inquietud.

Ante tal situación solo resta aportar la tranquilidad necesaria ante el problema y la objetividad precisa ante la duda. A fin de cuentas, si el amor es incondicional... ¿Quién es la vida para proporcionar condición?