Anclas que viajan contigo

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sábado, 9 de julio de 2016

Púas de acero

Me desperté empapada en sudor. El mismo sudor que los finos granitos de arena aprovecharon raudos para sellarse a mi piel, algo rojiza por el sol. El atardecer proporcionaba su fiel y eterno mensaje de que un nuevo día llegaba a su fin. Casi instintivamente me incorporé dispuesta a dar caza a cada uno de los rayos de Sol que restaban al día, poderlos guardar en mi corazón, como ya había hecho en anteriores ocasiones, siempre al ocaso, por supuesto. Has de aprender Cocó, que en los atardeceres se aprecia los detalles que el sol ciega durante el día, que el corazón abre su candado para que las heridas y los suspiros de alegría y alivio se hagan conscientes... ya que como animales racionales que somos, es lo que necesitamos.

En mi paseo por la orilla, mientras las olas jugaban a atraparme los pies y llevarme a su universo de agua y sal, comencé a pensar.

¡Qué difícil puede resultar intentar escudriñar la preocupación de aquel quien, en soledad, pretende afrontar y confrontar todos sus problemas, miedos (que por su mutismo bien podrían llamarse tabúes) y dudas!

Pero aún más difícil es el hecho de intentarlo aun cuando el individuo en cuestión proyecta sus defectos, esos que tanto hieren, como púas de acero incrustadas en un escudo ante ningún ataque. Acariciar cada una de esas púas sería fiel trabajo de todo suicida que no aprecie su vida. De todo aquel y el mío.

Dime Cocó dónde queda el orgullo herido, la ira incontenible, los segundos de odio y frustración...Cuando el corazón perdona la inquietud.

Ante tal situación solo resta aportar la tranquilidad necesaria ante el problema y la objetividad precisa ante la duda. A fin de cuentas, si el amor es incondicional... ¿Quién es la vida para proporcionar condición?