Anclas que viajan contigo

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viernes, 5 de agosto de 2016

Muriendo para vivir

A la enésima vez quise creer que no habría segunda parte. A la quincuagésima, una parte de mí tuvo que morir para que yo misma pudiera vivir. Me niego a la creencia de que sin esa parte yo solo vaya a ser superviviente de su naufragio. No habrá un suspiro de antesala al perdón, no habrá una caja de Pandora que guardar en soledad, haciendo de ese hueco la mayor debilidad de mi mente.

Al final aprendes Cocó, que no todos aquellos que prometieron hacer de las yemas de sus dedos algodones con los que tocarte, se librarán de cambiar a su antojo esa suavidad por puntiagudos clavos de hierro oxidado.
También se aprende, que aquello que la vida te quita suele ser mucho peor que lo que la muerte arrebata, porque con la muerte, queda la certeza del amor que dejó la persona amada, pero cuando es la vida misma quien arranca, no queda más que la aridez del desierto. Y es en pleno desierto donde la mente se agudiza y todo lo vivido adquiere una tonalidad distinta, más sincera, más real, donde se ve aquello que nunca fue visto con claridad.

Juro que jamás podría haber esperado una traición como esa, un apuñalamiento tan sanguinario después de haber estado lamiendo mis heridas horas antes. Y con cada gota de sangre que caía, un recuerdo se plasmaba ante mis ojos, aquello a lo que no diste importancia, aquello que achacaste al momento vivido, aquel gesto que nunca te inspiró confianza,

Así pues, mejor morir y matar para comenzar a vivir.

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